1. El error no es un fracaso, es parte del proceso
El juego me enseñó que fallar no es el final, sino el principio de algo. En un juego, cuando algo no sale, lo vuelves a intentar. Pruebas otra estrategia. Observas. Aprendes.
En educación, muchas veces castigamos el error o lo vivimos con frustración. Pero en el juego, el error es parte de la mecánica. Y eso cambia la mirada. Como docente, he aprendido a abrazar el error como parte del viaje. Y como persona, también.
2. Cada jugadora y jugador necesita algo distinto
No hay una única forma de jugar, como no hay una única forma de aprender. El juego me ha hecho más consciente de las diferencias, de la necesidad de ofrecer caminos diversos, de adaptar ritmos y objetivos.
He entendido que la inclusión real pasa por permitir que cada uno encuentre su lugar en el juego… y en el aula. Y eso implica diseño, escucha y mucha empatía.
3. Sin vínculo no hay juego (ni aprendizaje)
En los buenos juegos hay conexión: entre las personas, con la historia, con el reto. En el aula, pasa exactamente lo mismo.
El juego me ha ayudado a cuidar el clima, a fomentar la confianza, a crear espacios seguros donde equivocarse no es vergonzoso, sino parte de la aventura. Y eso es clave para que aparezca el aprendizaje auténtico.
4. El juego es mucho más que “divertido”
Hay quien todavía piensa que gamificar es “hacer algo entretenido”. Pero el juego, bien entendido, es profundo. Es narrativa, emoción, estrategia, comunidad, superación.
Jugar puede ser divertido, sí. Pero también puede ser sanador, formativo, revelador. El juego toca fibras. Y por eso, también educa.
5. El juego me ha enseñado a soltar el control
Como docente, a veces sentimos la necesidad de tenerlo todo medido. Pero en el juego, muchas veces los caminos se bifurcan, el alumnado propone, el escenario cambia.
Aprendí a no tener todas las respuestas. A observar más. A dejar que el grupo tome decisiones. A confiar.
Hoy, cuando diseño una experiencia formativa, cuando acompaño a otros docentes, cuando entro a clase, sé que no lo hago igual que antes. Porque el juego no solo ha transformado mi forma de enseñar. Ha transformado mi forma de mirar.
Y si me preguntaran qué me ha enseñado el juego sobre la vida, respondería esto:
que vale la pena seguir probando, aunque no sepas el resultado. Que el aprendizaje real ocurre cuando te implicas. Y que cuando hay emoción, propósito y vínculo… todo cobra sentido.
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